La cortina de cristal

Capítulo 1 Cap. 1: A mi regreso

Prólogo

Observaba el cristal del ventanal, la idea llevaba dándome vueltas en la cabeza de hace varías semanas, pero aún no me decidía. Revoloteo mis dedos sobre el escritorio. Una vez más tomé la laptop entre mis manos. El tintineo del puntero me hipnotizaba, pero no lograba plasmar mis ideas. El pueblo no salía de mis pensamientos, sentía cierta nostalgia cuándo los recuerdos me invadían. Está un poco apartado del bullicio de la ciudad. A diferencia de donde me encuentro, en la gran ciudad. Las personas eran muy activas, siempre había movimiento, tanto como a la luz del día y las noches estrelladas, aunque no se apreciaba como me gustaría, la contaminación de la ciudad imposibilita la maravillosa vista. Un arrebato de frustración, agarré la maleta y tiré todo lo esencial, me decidí. Partiría hoy mismo. Me iría al pueblo a la antigua casa de mi tía.

Tomé las llaves de mi Jeep entre las manos, le eché un último vistazo a mi apartamento. Cerré con seguro y me marché.

El viento de la fría noche golpeaba contra mi cara, las calles desiertas me permitían correr un poco, pero siempre cauteloso.

Después de tanto tiempo sentía cierta sensación de emoción en mi pecho, sintiéndome más vivo que nunca.

Cap. 1: A mi regreso

Estaba harto de aquella danza de cortejo. La deseaba, y estaba casi seguro de que ella también a él. Ya no eran niños. Eran personas adultas, maduras. No había necesidad de juegos. Se juró a sí mismo que, si esa noche lo rechazaba de nuevo, se largaría. Y esta vez no volvería. Aunque ella hiciera las mejores verduras salteadas de todo el estado Aragua.

Maldición. Se estaba engañando, y lo sabía.

Aunque ella le mostrara amablemente la puerta esa noche, volvería a verla al día siguiente. Concertaría una nueva cita, y luego otra, hasta que finalmente lograra franquear la puerta de su dormitorio.

Había algo en Clare Herrera que lo fascinaba.

No.

Se trataba de algo más que fascinación. Se estaba convirtiendo en una obsesión para él casi del mismo calibre que la escritura.

Conjure mentalmente una imagen de ella y al contemplarla sentí la reacción inmediata de mi cuerpo > mientras cambiaba de postura para aliviar la repentina tirantez de mis vaqueros.

Claro que, por otro lado, resultaba vagamente reconfortante saber que aún podía sufrir de aquel modo. Pero ¿Por qué tenía que ser precisamente con Clare Herrera? A fin de cuentas, aquella mujer no era precisamente un irresistible tarro de miel. No era ya joven, ni alta, ni de pechos opulentos. Clare tenía treinta y cuatro años, y era más bien baja y de líneas compactas. De nariz recta y firme. De mentón porfiado. De altos, prominentes pómulos. Y poseía una sonrisa cuya calidez insinuaba femeninos secretos y una pizca de malicia.

La única cosa realmente espectacular que había en ella era el color de sus ojos. Me sentía profundamente intrigado por aquellos ojos. Había pasado mucho tiempo intentando determinar su tono exacto, para acabar describiéndolos de forma aproximada como > Siendo escritor, debía ser capaz de dar con una expresión más precisa, y lo sabía. Pero resultaba difícil acertar con la palabra justa que describiera la extraña mezcla de tonos turquesa, verdes y dorados que caracterizaba los ojos levemente rasgados de Clare. Aquellos ojos le recordaban a un misterioso y exótico felino. Eran sensuales e indómitos. Clare podía decidir cuándo entregarse a un hombre, pero nunca se dejaría coaccionar por él, ni permitiría que dispusiera de ella contra su voluntad.

Su cabellera era mucho más fácil de describir. Era leonino. Definitivamente leonino. De un rubio pálido, entremezclado con hebras de un castaño suntuoso. Desde hacía semanas, anhelaba hundir las manos en aquella espesa y fragrante melena. Soñaba con asirla del pelo y mantenerla tiernamente cautiva, con tumbarla sobre un lecho de verde hierba y hacerle el amor hasta que se quedara sin fuerzas para rechazarlo.

Hasta que agotara sus energías y dejara de mortificarlo. Que se rindiera por completo.

Tenía que rendírsele. ¿Por qué no se daba cuenta? Era suya. Siempre lo había sido. No podía resistirse eternamente.

Fruncí el ceño. El extraño giro de mis pensamientos me producía un leve desasosiego. No era propio de mi, pensar en una mujer con tal urgencia, con semejante ansiedad.

— Al diablo con todo — Gruñí y abriendo los ojos, observé la luz mortecina del atardecer. Pronto el valle quedaría envuelto en espesas sombras. La peña en la que estaba tumbado iba perdiendo rápidamente el calor que había absorbido durante el día.

Un pájaro volaba en círculos allá arriba, buscando un último bocado antes de regresar a su nido en algún altísimo pino cercano. Escuché atentamente y creí oír el llamado de la compañera de aquella criatura, pero no podía estar seguro. Era difícil oír algo con el ruido de la cascada. El rugido constante del agua espumeante que se despeñaba precipicio abajo ahogaba casi todos los sonidos.

Cambie de postura sobre la inmensa peña, girándome de lado y apoyándome en un codo. Elevé una rodilla para equilibrarme. Asomándome por el borde de la roca, miré el agua caer. Era casi la hora del espectáculo luminoso.

Allá abajo, la cascada de la Prisionera se abría paso entre los riscos, emergiendo de algún misterioso manantial profundamente enterrado en el corazón de la montaña. El agua turbulenta formaba una densa y resplandeciente muralla blanca, de más de noventa metros de altura, que caía en vertical sobre el río. Pero sabía por experiencia que en verano, durante unos minutos, justo cuando se ponía el sol, aquel blanquísimo velo se volvía rojo como la sangre. El extraño efecto óptico que el atardecer producía en el agua nunca dejaba de asombrarlo.

Aguardé a que la primera pincelada de color apareciera en la neblina que ondeaba perpetuamente alrededor de la cascada de la Prisionera. El sol se hundió un poco más tras la montaña. El cielo se cubrió de resplandecientes jirones dorados, naranjas y amarillos. Los ondulantes, blancos penachos de agua, atraparon los delicados tonos de la luz y los reflejaron. Por un instante, el oro manó de los riscos.

Unos segundos después, el oro se volvió fuego. Y después, el fuego se convirtió en sangre.

Me senté, enlazando la rodilla con el brazo, contemple atentamente la larga cascada carmesí. El tiempo pareció quedar en suspenso. Entonces el sol desapareció por completo y la catarata recuperó su apariencia acostumbrada: pálida y reluciente en la penumbra del anochecer.

Levante la cabeza y miré, por encima de la cortina de agua, los tejados del pueblo que aparecía plantado en las márgenes del río. Tal vez hubiera sido un error volver, después de todo. ¿Qué había esperado encontrar allí? Nada había cambiado en La Colonia Tovar en los últimos veinte años.

La cascada seguía tiñéndose de rojo sangre al atardecer, como siempre, había descubierto que seguía odiando su pueblo natal, como siempre lo había odiado.

Lo único que diferenciaba aquel verano de los demás era la presencia de Clare Herrera. Al pensar en ello, me levanté y cruce el montón de peñas macizas que marcaba la cima de la cascada de la Prisionera.

Clare lo estaría esperando. Lo había invitado a cenar, y él había prometido llevar el vino.

Me pregunté amargamente si estaría abocado a pasar otra velada en estado de frustración sexual. Y luego volvió a reflejar > Pero aquella pregunta era tan irresoluble como la de por qué había vuelto a la Colonia Tovar a pasar el verano.

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