Capítulo 1 Sabrinna 1
Sentada en el alféizar de mi ventana, alejada del bullicio del salón de nuestra casa en Marruecos miraba con los ojos llenos de lágrimas inderramables, las heridas que rodeaban las aureolas de mis pezones, heridos por sus garras dentales.
Cada noche que llegaba frustrado, mi hermano violentaba una zona específica de mi cuerpo y con una daga en mi garganta me impedía siquiera quejarme.
Solté un quejido bajito cuando la crema que le había robado a mi madre del botiquín me ardió en las heridas de mis pechos y mordí mis labios, sabiendo desde siempre que mi silencio era mi única arma en la lucha por sobrevivir.
Sabía que nadie me creería y en la cultura a la que obedecían, mi padre mi hermano y por obligación mi madre, la mujer no era escuchada y sí era objeto del deber, más que otra cosa. Y mi deber era obedecer a un mayor, en cualquiera que fuera su deseo.
Contaba los días mirando el horizonte para que algún hombre, el que fuera, no importaba nada, me pidiera en matrimonio y la crueldad incestuosa fuera apartada de mí como si la hubiesen arrancado de raíz.
Los hombres árabes eran muy celosos de sus mujeres y por muchas que tuvieran, ellas eran solo suyas y eso, era justo lo que mi venganza exigía… Distancia y castigo. Y su castigo sería estar sin mí.
Me hubiese gustado haber sufrido algún tipo de Síndrome de Estocolmo para haber podido sobrellevar aquello de manera menos horrorosa, pero nunca conseguí amar ni siquiera la parte oscura y tenebrosa de su ser.
Mientras todos abajo hablaban y se oían incluso gritos de protesta de mi hermana Savannah, yo mantenía la posición que había adoptado después de curarme, con las piernas recogidas y las rodillas flexionadas bajo mi barbilla. No podía dejar de pensar en la noche anterior. En sus manos en mi cuerpo. Su boca mordiendo mis pechos, sacando sangre para beber como el psicópata que era y las embestidas contra la pared, haciéndome saltar en el lugar mientras apretaba mis labios contra su mano y mis pies se despegaban del suelo con cada empujón a mi ano.
Era virgen sí… A mis dieciocho años y soltera aún no podía permitirse tomar mi flor, pues sería la deshonra de la familia, pero todo lo demás lo había tomado repetidas veces y el ardor de su dominio, aún laceraba mi conciencia y oscurecía mi corazón, como si una negra y venenosa hiedra se fuera extendiendo por toda mi alma hasta dejarla en la absoluta penumbra.
Acomodé mi pelo negro y crespo, largo hasta mí cintura sobre mi hombro derecho y recosté mi frente sobre el cristal frío de mi ventana, esperando que aquel animal viniera por mí, para bajarme a la sala en cualquier momento pues sabía desde la noche anterior, que algo había sucedido y él nos daría a mi hermana y a mí como garantía de pago.
Nada importaba. No tenía deseos personales más allá de huir de él y salir de mi calvario bajo su techo donde mi padre no hacía nada por impedirlo y mi madre ni siquiera sabía o podía hacerlo. Pues no tenía idea del abuso al que estaba sometida su hija pequeña.
Mi madre era una mujer occidental atrapada debajo de un burka que la deslumbró en su momento pero con los años, se volvió su prisión más despiadada. Perdiendo todo el derecho a la libertad que tienen las mujeres occidentales, se casó con un árabe viudo y con un niño pequeño de cinco años que pasó a ser el hermano mayor de sus hijas… Mi hermana y yo, que habíamos nacido en Italia pero fuimos criadas en Marruecos como la cultura de nuestro padre y hermano regía.
Con los años habíamos crecido rebeldes y a pesar de solo llevarnos diez meses de edad, éramos una, a la hora de desarrollar ideales y desde luego no los habíamos desarrollado a favor de la cultura del Islam.
Habíamos sido la causa de muchas peleas de nuestros padres y con un esfuerzo enorme por nuestra madre, logramos que papá nos dejara vestir en casa como las mujeres italianas que no podríamos ser jamás. Y los burkas, solo los usábamos para ir a las escuelas, y al terminar la enseñanza media, nos habían impedido seguir estudiando, según papá debíamos ser buenas esposas y eso, lo teníamos que aprender a ser en casa, con mamá. Así que la mayor parte del tiempo nos vestíamos como chicas normales pues siempre estábamos en casa, educándonos para ser esposas, más que nada.
Y ahí estaban otra vez. Sus pasos. Esos sonidos inconfundibles que azotaban las escaleras que lo llevaban a mi habitación.
Me gustan pensar que el suelo aullaba herido, cada vez que lo sabía viniendo hasta mí, empatizando con mi dolor. Era una estupidez de mi mente y lo tenía claro, pero disfrutaba pensando que al menos un elemento del universo lloraba mi pena por mí, que no podía hacerlo.
Ya no me resistía, sabía que no podía. Incluso quedaba marcada si lo hacía y mi futuro esposo no me querría si tenía un cuerpo desagradable para su vista. Ya tenía dos cicatrices en mis nalgas y bajo un pecho, pero la amenaza seguía en el aire y no le podía permitir más marcas o me devolverían a su dominio aún estando casada y eso le daría acceso para siempre a mí, y a la única zona de mi cuerpo que nunca había poseído.
Sin mirarlo lo sentí entrar, y cerrar con llave. Abajo se oía aún el bullicio y algo grande estaría pasando para que aquella algarabía no se aplacara y mi padre permitiera escándalos en la casa.
— Ven aquí — su voz activó la sumisión en mí y desactivó la rebeldía en un mismo tono. Estaba muy bien entrenada por él, desde hacía tres años y… lo sabía.
Mi vestido largo rozó el suelo cuando mis descalzos pies tocaron la alfombra y caminé hasta estar delante suyo, que ya se quitaba el cinturón y lo sostenía doblado sobre su mano derecha.
— Prometo que volverás a mí y con mis propias manos lo mataré solo por haberte tocado en este tiempo — me había tomado del cuello y me mantenía inclinada hacia atrás, mirando fijamente sus negros ojos, casi idénticos a los míos — si te atreves a amarlo — amenazó subiendo mi vestido y con su daga desgarrando mi ropa interior sin siquiera mirar, estaba tan estudiado todo, que tenía cajones ropa íntima nueva que el mismo compraba para mí— si decides contarle — me dió la vuelta soltando mi cuello para agarrar mi pelo e inclinarme sobre la cama, con las rodillas en la esquina del colchón y su miembro en la entrada herida de mi ano — esto… — se hundió hasta el fondo de mí y ni un sonido le dí el placer de emitir, solo cerré mis ojos y aguanté la respiración porque sabía que me presionaba contra la cama para que me faltara el aire y cuando casi me asfixiaba, se detenía y encontraba su liberación, y por defecto la mía — será solo el principio de lo que haré con la zorra de tu madre y luego te mandaré su corazón a donde sea que estés, hasta que vuelvas conmigo — choque tras choque lo sentía apretar más mi pelo y darse en su espalda con el cinto, latigazo tras latigazo — y te aseguro que volverás a mí. Tenga que matar a quien tenga que matar.